viernes, diciembre 29, 2006

Crónica 19




Abre los ojos y lo mira tendido a su lado, esforzándose en que ella no lo perciba despierto, hasta que es inútil continuar el juego de las simulaciones. Entra demasiada luz en la habitación y para ellos se va haciendo tarde. Ella intenta refugiarse en el hombro de él, acomodarse en la escurridiza sonrisa que le regala en esa mañana de sábado. Intenta encontrar un espacio donde sentirse al abrigo de la torva inquietud que la despertó en la madrugada, obligándola a contemplarlo dormido como si fuera la primera o la última vez.

Todo sobrevino de golpe. Como un eco del cansancio, del renovado cansancio que provocan las cosas pendientes. Cuando él la mira sin verla, ella se adentra en la difusa certidumbre del fin. No se asusta, no le huye a la sensación de derrota que ocupa poco a poco ocupa el lugar de su necesidad de sentir el abrazo de él, su aliento entrecortado en la nuca, los gestos inocuos del amor. Los dioses no le son propicios.

Quizá él tiene razón y ella estaba voluntariamente ciega. Obstinada en echar a un lado las premonitorias evidencias, como aquella tristeza irreprimible cuando, en la duermevela, una pierna de él dejó caer sobre el cuerpo de ella su insoportable peso muerto. Despierta, oye croar las ranas y en la madrugada resuena el desorden de su corazón.

Se dice una y otra vez que ama cada detalle de él, que ama esa boca que se derrocha sobre su cara. Le pasa la mano por el pelo. Hay algo extraño en ese irrefrenable gesto suyo, algo lacerantemente erótico en meter sus dedos entre los rizos negro-negrísimos de su pelo, como aquella vez en la montaña, que no olvida.

Él ya no quiere seguir amándola. Lo dijo de golpe, sin respirar siquiera, sin tragarse un poquito del aire que el chorro de angustioso asombro de ella volvió denso y candente. Un millón de lucecitas multicolores poblaron la habitación, y ella sintió cómo la tierra abierta la engullía, arrastrándola hasta el fondo, adonde la antecedieron las minúsculas partículas en que se deshizo la frase de él. Su aturdimiento se hizo carne, y la ausencia decretada se convirtió en deseo de cabalgarlo hasta dejarlo exhausto.

Después, todas las palabras se escurrieron entre sus dedos. No quiso entender, para qué. Se replegó sobre si misma, y sólo atinó a balbucear, en un gesto de orgullo equívoco, la insensata esperanza en la futura curación de la herida recién abierta, mientras todo su cuerpo la impulsaba, desquiciado, a postrarse a los pies de él, Magdalena prolongada, y rogarle que no la desoldara de su vida, él, que había dejado el saco en el carro cuando la noche anterior regresaron a la casa, y nada tiene que llevarse, ni siquiera la angustia de ella, que se oculta tras el ruido estruendoso de las lágrimas que llorará después que él haya cerrado la puerta detrás suyo.