viernes, diciembre 29, 2006

Crónica 1


Lo peor de que te abandonen sin darte preaviso no es que te escamoteen la cesantía del reproche, sino que de pronto te das cuenta de que eras empleada nominal y no hay por qué agradecerte los servicios prestados.

Crónica 2


Si algo nunca pudo explicarse es la capacidad que él tenía para hacer pasar su mentira como la verdad de ambos. Privada de su presencia, buscó consuelo inútil en la persecución febril de la clave. Hurgó en los desordenados archivos de su memoria; apartó telarañas milenarias y no encontró nada que la condujera hacia los secretos pasadizos de lo cierto.

Para entender el que fue su tiempo, intentó descifrar códices insólitos brotados de la poshistoria de lo arcano. En el clímax de su desesperación de analfabeta de las cosas, recurrió a las profecías de Ezequiel que le dijeron, en eco multiplicado, que el Armagedón no sería el terreno donde se decidiría su destino amoroso. Auscultó entonces el corazón de las sombras y abrevó en las predicciones de su carta astral. El universo de las palabras se cerraba a su entendimiento: los códigos incomprensibles la devolvían al otoño inaugural del mundo.

Con sus facturas vencidas, regresó al origen de lo no dicho y entabló con el silencio una taciturna batalla. Recibió en su cuerpo de trinchera las esquirlas de las premoniciones para impotente ver, en el instante de la conjunción de todos los mundos inventados, cómo la verdad perseguida se le escurría en la sangre derramada por el Crucificado. Desandó el momento anterior a su particular Monte de los Olivos: había hecho el camino de la nada; el gallo que cantaba entre girasoles enanos no anunciaba la negación pétrea ni la devastación de la Iglesia universal, sino la catástrofe de la comprensión.

Recurrió al Gran Libro Sacramental de las Suplantaciones. En la nebulosa de su tiempo efímero escuchó una frase entrecortada hablándole de palomas migratorias del Norte; de volátiles ardores que reducían a cenizas toda experiencia precedente. Pero Shere Hite la advirtió, ceremoniosa y suprafísica, del engaño secular de la sonrisa.

Cerró los ojos asolados por la visión del escarnio y se entregó a la volición de lo insólito. Recreó cataratas de Saint-Emilion quemándole el sexo en el remedo a lo Disneyworld de una aldea medieval enclavada en el declive ágata del río. Palpó en su éxtasis apócrifo los anillos de Saturno y se dijo astronauta sin banderas al servicio de fantasías siderales. Fue convidada al descubrimiento de todo lo sabido y se encontró de pronto con una lengua de fuego falsificado deflagrando el centro de su universo único. Extraña sensación la de ese instante espurio, cuando Silvio Rodríguez martillaba en su memoria una canción hecha de silbidos lejanos.

Con los ojos nublados de lágrimas miró sus piernas extendidas en la vastedad del cielo y vio nacer de ellas la hidra de las siete cabezas, anunciadora del desastre que precede al más absoluto y definitivo de los espantos. La llave del baño continuaba su impertérrita sangría abominable como un pecado de abjuración, mientras la catarata seguía su curso de artificio. Quiso adivinar el momento en que se produciría el Hiroshima de todos los planetas de la galaxia, pero el hongo atómico ajeno pudo más que su denuedo e Isaías montó solo su caballo de fuego. Pendiente de un trapecio prestado, oyó a través de la ventana una magistral interpretación de Louis Armstrong, repetida como un eco desde el tocacintas del vehículo estacionado en el solitario parqueo, celosamente vigilado por el ojo ciclópeo del empleado hotelero.

Buscó apagar el fuego de su inervación con la alteración del clima natural de la caverna e hizo retroceder en varios números el control del aire acondicionado. Junto al plácido abandono ajeno, escupió sobre la serpiente bíblica y la acusó de perversa infamia, de remota falacia, de la culpa del pecado original de distorsionar lo cierto.

Tozuda, siguió sin embargo pesquisando entre las sombras violetas de una noche prolongada. Irisó oscuridades y talló las infinitas aristas del diamante. En los divanes de los Supremos Sacerdotes Modernos palpó los más recónditos rincones de su inconsciente.

Al abrigo de su soledad, hizo avanzar ejércitos táctiles a través de sus silenciados meandros. Flores mustiadas fueron el parto de sus esperanzas, y guardó silencio a la espera pertinaz de tiempos nuevos, cuando las ondas concéntricas de Lo Supremo le hablaran en el lenguaje de los grillos insomnes.

Mas no se dio por vencida. Fueron tiempos aquellos en que desplegó inútilmente todas sus artes de bruja medieval acosada por las fobias de las buenas costumbres ciudadanas, haciéndose rea de la Gran Transgresión Tragadora de Imágenes. Olvidando su pasado de hereje se postró ante incontables hierofantes que prometieron ponerla en posesión del sagrado secreto. Nadó en ríos turbulentos o apacibles, y un extraño sabor le quedó en la boca. Sobreviviente de las siete plagas postreras contempló turbada la pega en las paredes del edicto anunciando la proximidad del Apocalipsis, y sintió miedo. Para purgarlo se redujo al espectro de su ineludible karma; ya no perturbaría el acto sacramental del guerrero reposante, vencedor en el Waterloo de lo nimio.

Una noche comprendió que agotado el repertorio de los gestos hacedores de encantos, sólo le quedaba la palabra. Dijo entonces sin ser oída y un pesado silencio cerró de una vez por todas las esclusas de su neurótico deseo. Reconoció después de tanto esfuerzo inútil que la verdad de la mentira con apariencia de verdad no le sería revelada por el Sumo Sacerdote oficiante de sus ritos nocturnos fracasados: la incógnita quedaría vagando en la atmósfera impenetrable en la que él se refugiaba, Poseidón redivivo en los mares inéditos del placer, ferozmente orgulloso de su raíz prehistórica de la que, a un mandato de su voluntad, salían como de una fuente mágica un millar de explosiones alucinógenas.

Andando y desandando su soledad, saboreó con fruición el néctar de su única y posible venganza: ido para siempre, él se condenaría, como Sísifo, a la infinita invención de los códigos de su mentira, mientras ella escribiría en la playa, para que fuera lamido por las olas, el ideograma de aquel sueño.

Crónica 3



Cuando fue abandonada por él sintió una profunda conmoción que la cambió a su vida gran parte de su significado. Así de fuerte era su dependencia del verde irisado de unos ojos que durante casi veinte años la asomaron a la ventana de la ternura y la hicieron conocer las corrientes submarinas del tiempo.

Aferrada a la nostalgia recién entrenada, comenzó un tránsito difícil hacia el olvido que, al decir del poeta, es siempre mucho más largo que el amor. Como impulso original buscó en el aire un olor distinto al que la había invadido cuando se acercaron por primera y peligrosa vez en una ciudad que no era la de ambos, y donde los vientos de otoño traían cantos que hablaban del futuro con la certeza inconmovible del visionario.

Pronto se dio cuenta de que era inútil todo esfuerzo en el sentido elegido, porque el aroma de la piel de él era único y no podía ser reinventado y mucho menos olvidado. Pensó entonces en guardarse el olor en la memoria y disfrutarlo únicamente cuando sintiera la necesidad imperiosa de ponerse a resguardo del dolor o encontrar un testigo para sus obsesivos soliloquios.

En sus noches de insomnio le dio con inventar historias donde flores extravagantes tenían tamaño monumental y borraban con sus pétalos las huellas profundas de la ausencia. La vigilia, sin embargo, la devolvía al vacío. Optó por una ambigua duermevela donde ni la presencia ni la ausencia alcanzaban la estatura de lo cierto, y se entretuvo recreando cosas que por haber ocurrido algunas vez eran irrefutablemente verdaderas, pero que hoy, al sólo tener registro en la memoria, iban perdiendo poco a poco la esencia que les dio origen. Jugaba, por tanto, con lo concreto y lo inconcreto, con lo inclusivo y lo excluyente, todo al mismo atormentado tiempo. Un rumor de olas acompañaba estas indescifrables ensoñaciones. Olas que se tragaban unas a otras en movimientos sucesivos dejando una fina y casi imperceptible estela que a ella le dio con imaginar que era igual a su voz de eco infinito.

Alucinada por este murmullo, recorrió todos los matices y caminos del delirio: montó en peces de escamas albas y aletas de azucenas. Se balanceó febrilmente indolente en bancos de algas rojas y habló el mismo lenguaje de las gaviotas. Agotada por el esfuerzo de su periplo interminable, decidió regresar a la odiosa orilla de la realidad negada sólo para, temerosa, darse de cara con la lluvia. Descubría, o imaginó descubrir, que esta agua distinta a su mar primigenio dibujaba una nueva y entrañable angustia. Impávida, casi impotente, se percató de que los círculos cincelados por la gota al caer en los charcos del paisaje lunar reproducían, como una burla, los contornos precisos de aquel rostro.

De nada le sirvió cerrar los ojos, si es que alguna vez en aquel tiempo de raíces ella intentó hacerlo, para dejar de ver aquella sonrisa ornada con bigote y barba espesa y aquellos dientes mayores separados que él había dejado como herencia de fuego a los descendientes directos de sus primeros sueños.

Decidió, en un gesto inusual de valentía, que cambiaría la visión de la sonrisa por la visión de las manos. El resultado fue cataclísmico. Aquellas manos sabían demasiado de ella misma y pensarlas era como avanzar hacia su propio origen, ir viciosamente de un lugar a otro de sus entrañas, tocar los cimientos de su antigua y casi olvidada fortaleza. La fotografía de esas manos no era, entonces, lo que ella necesitaba para escapar a los fantasmas que noche tras noche la convocaban a diálogos interminables con sus sombras, sobre todo porque cuando este encuentro se producía soplaba un viento frío que la hacía recordar la tibieza de un cuerpo ahora sustituido por un hueco.

Así estuvo hasta que en un día de invasiva iracundia negó su historia de Penélope avistando a su Ulises desde la torre del fracaso. Arrancó todos los hilos de la rueca imparable y encaró el mar profundo de su propio e inútil éxtasis. Determinó en un momento de lucidez que no podía seguir andando a la caza de recuerdos fragmentados como quien caza mariposas amarillas en un día de San Juan en la carretera del Sur, y que lo mejor era verter lágrimas suficientes para lavar todo vestigio de la irreal imagen. Y lloró, lloró mucho, sin importarle para nada las bolsas bajo los ojos, cruelmente reveladoras de tantas intimidades y tiempos inconfesados.

Cuando las lágrimas se le agotaron, confió en su raciocinio como supremo recurso del olvido, sólo para caer en la cuenta de que no entendía nada: ni su ayer ni su hoy, ni la presencia anterior de él ni su ausencia de ahora, ni las razones de su antigua felicidad ni las de su presente desdicha. Muchísimo menos entendía cuál era el beneficio o el perjuicio de pensar con cabeza propia o de sentir con corazón ardiente. Empero, la confusión no la llenó de espanto. Tranquila, se sentó frente a la computadora y escribió esta historia.

Crónica 4


Espacio donde la vaciedad se hace herida, y allí su deseo, ausencia única de la cual sólo ella descubre el contenido, ajena a los discursos elaborados cuando todo lo demás le pide a gritos que no desmaye, que mienta, sin saber, sin sospechar siquiera, que la mentira es anterior a todo: a esta mirada que se nutre de los efectos locos del maquillaje comprado en la mañana en Plaza Naco mientras piensa en la lista inflacionaria leída por una voz amiga, cercana, cálida, antes de grabar el editorial idiota, más o menos artificioso, porque la única verdad es esta que no nombra, casi a las doce de una noche que no se atreve a calificar de forma alguna. Y mientras bebe el ron añejo comprado bajo protesta por el germen florecido de su angustia, escribe porque es la única descubierta manera de vomitar, idiota, el asco pero también el miedo del fantasma que juega a las escondidas, burlándose, mientras como en la canción aquélla se sigue desangrando la llave de la cocina, quién la arregla. Al concierto del caos se une el escape absurdo y peligroso de la estufa, parece que hace falta un hombre, pero que sobre todo falta él, con su mirada y sus chistes pendejos. Él, malabarista de su cotidianidad hecha de imponderables, de definitivas pequeñeces entre sus libros que hablan de tantas cosas sólo para iniciados. Que no se equivoque, que lo ausculta, que descifra las connotaciones de los días con una sapiencia precedente a la gozosa claudicación adánica, y se inviste con las armas secretas de ese Julio, pequeño burgués de tomo y lomo, a quien pretende copiar, hija antepretérita de un chofer de carro público, tragando palabras que se van adhiriendo como larva a la memoria, que no es lo mismo que decir la conciencia. Auditora de clásicos sólo en Viernes Santos porque de otra manera escandalizaba al barrio misérrimo con esa música de muertos, y ahora deseosa de escuchar el disco que él se llevó cuando inició la huida hacia el olvido, cobarde, porque se está castrando y lo sabe, porque se obligó a irse en el momento preciso en que ella se volvía esponja, definitivamente comemierda y vencida, atrapada en su propia maraña construida de ilusiones, como el mar que contempló tantas veces cuando pensó que su aborto emocional podía estremecerlo hasta los cimientos del grito y él, mientras tanto, comprándole un vestido que no se ha puesto nunca porque, total, una no se viste de azulmarino y oro para sacar a mear al perro que no tiene, que no tuvieron nunca porque Terry es una espina en su recuerdo de libélula anémica posada en la barandilla de la antigua cuartería de casa pobre pensando el infinito de su felicidad imposible, mientras juega con las orejas enormes del perro que luego se le moría, reventado, pobre su papá, ahora sin perro, ahora también impedido del disfrute estúpido de una escopeta que ella utilizaría como sedante para calmar la angustia que le crece sin que él lo sepa porque no está con ella, no la ha tomado en cuenta, así de fácil, premeditadamente ignorante de todas las cosas buenas de la vida, como aquella vez que la llamó para decirle “baja, estoy aquí”, mientras un torrente de lágrimas lavaba de iniquidades el camino hacia la gloria del amado muerto y ella regresaba desde la muchedumbre aterida de nostalgia de una presencia sólo consumida en las palabras, como esos caramelos chupados cuando intentaba dejar de fumar porque a él nunca le gustó el olor a cigarrillo, aunque ella coleccionó tabacos para él mientras viajó por la isla y lo de ambos era aún estremecimiento, promesa, primer beso furtivo en la oscuridad de un sótano inventado por la decadencia, mientras otros, ni ella ni él, construían el sueño a fuerza de cojones porque si no para qué habrían servido aquellos ojos para siempre abiertos si los que se quedaron no eran capaces de echar hacia delante, tan lindo todo, y ella quemándose, como ahora, y escribiéndole, también como ahora, sólo que de eso hace muchos años y el tiempo es una vaina, no perdona, aunque dicen que luce mejor que antes, como sabe mejor el vino que se añeja despacio, ahora también franca como entonces y como un poco antes de ahora, cuando se lo dijo, inocente hijadeputa, que la excuse su madre, en un arranque que él no entendió ni entenderá nunca porque ella escribe, perfecto, pero no dice algunas cosas, y además y sobre todo, porque la historia de él se lo impide, y el honor y esas pendejadas, que valen sólo para él, por ejemplo, todo es del color del cristal con que se mire, y ella, mientras tanto, se jode.

Crónica 5

Pensó en decírselo. Total, para qué guardarse las palabras, para qué acumular esa sensación de inutilidad, de cansancio que crece sin que sea posible detenerlo, ahogándola, haciéndola preceder todas las sombras de las sombras. Decírselo. Lo pensó muchas veces, tejió como una compleja filigrana las frases exactas, únicas, rotundas, que no dejaran espacio a la duda, a la réplica. Frases que deshicieran todas las anteriores, locas, desaprensivas, sacrílegas, violentadoras del orden precario en que se apoyaba la sucesión de los días.

A la espera del momento las repitió hasta aprendérselas de memoria, hasta gastarlas, obligándose a empezar una y otra vez, frenéticamente, como quien tiene miedo del tiempo que pasa, como si cada segundo fuera un anticipo de la muerte. Puso las palabras frente a ella. Intentó hacerlas ajenas, formarse un juicio ecuánime, más bien aséptico, adivinar sus efectos profundos, su capacidad persuasiva. Dibujar en el futuro la necesidad imperiosa del presente.

Decirlo, pero ¿cómo? Aquel repaso mental cotidiano, aquella irreprimible revista de lo que debía ser dicho, pronunciado, se vaciaba de sentido ante la premonición del momento en que todos los relojes del mundo, en manos de relojeros enloquecidos, marcarían el tiempo extraviado de la catástrofe.

Era necesario domeñar el potro salvaje de su urgencia. Darse tiempo para medir el riesgo de la frase elaborada en el silencio de su noche interminable. Montó y desmontó una y otra infinita vez el mecanismo esencial de lo no traducido. Un sonido como de metal ardiendo repercutió en su silencio, la hizo temer la inabarcable fragmentación de lo buscado. Enfrentada al montón de imaginadas partículas sonoras, de sílabas dispersas, recomenzó con pasión maníaca la persecución de las palabras infalibles.
Reconoció de pronto su relación prostituida con las palabras. Su proclividad al desperdicio de lo concreto. Como a un relámpago de fugacidad incierta, vislumbró la inutilidad de sus permanentes complicaciones mentales.

Y sintió horror de lo inconfesado. Del círculo vicioso que le servía de encierro, cuando su piel sólo podía tocar la frialdad viscosa del miedo. Intuyó que mentía, que siempre había mentido, que había puesto demasiada distancia entre ella y lo dicho, temerosa de involucrarse con el sueño. Elusiva de las certidumbres, sustituyéndolas sin fatiga por inventadas razones, erigió una población de fantasmas, hizo el nudo de la soga que ahorcaba su fantasía. Se reconoció desleal, por primera y rotunda vez, en aquel traje de palabras con que salía a la calle donde acechaban los leones de la vida.

La invadió el letargo, la melancolía del río que se niega a si mismo, y la transparencia de ese instante se cubrió con la sombra sucia del vértigo. Con las manos invisibles de la tristeza, descorrió medrosa los velos de su amordazada desolación. Y se descubrió muda, desprovista de los sonidos que la habían acompañado siempre, que habían sustituido incluso sus haceres, dictado sus gestos e impuesto unas razones.

Inútil tarea la de organizar las palabras que debían ser dichas en el momento preciso, en el espacio irreversible de un tiempo inatrapable, irreductible al cálculo. Pensar en la necesidad perentoria de decírselo era cada vez más semejante a la oquedad sempiterna del silencio autoimpuesto mientras la vida ofrecía algún recodo de esperanza, ahora, cuando la nada cobraba dimensiones tangibles, empinándose más allá de la cima hecha con los materiales de la cordura.
Sintió el dolor profundo de la herida que ya no cicatrizaría nunca. Previó el destino de nuevas voces inventadas para ahogar la pesadez del vacío, el adormecimiento de la que sería su verdad fabricada cada día, su discurrir monocorde. Se preparó para los tiempos venideros con nuevas imposturas que todos aplaudirían, presurosos en huir de las complicaciones ajenas como de las propias.

Caminaría estos nuevos caminos de falsificaciones con el gesto resuelto de quien se acerca a la piedra sacrificial convencido de la trascendencia de la ofrenda. Suprimiría los ademanes acusadores de los sacrílegos. Nadie descubriría que huía sobresaltada de su propio corazón. Que huía de las palabras encadenadas, del peligro de que brotaran, denunciándola, en el torrente devastador de su sentido incomprensible.

Ya no lo diría. Las palabras acariciadas, modeladas con manos que se creyeron alguna vez expertas, se quedarían guardadas para un siempre rotundo. Jamás diría ¡Te amo!, quedándose desnuda.

Crónica 6

No pregunten qué es esto porque no tiene definiciones. Tampoco las necesita, aunque no la satisface enteramente. Es demasiado clandestino para su voluntad de irreverencia pero, sobre todo, para su deseo de vivir, día con día, la posibilidad de una creación, de una experiencia, que desborde la grisura del cotidiano, tan normativo, tan anclado en el deber ser, nunca en el ser, contradicción ontológica porque al final la niega en lo que es para imponerle lo que otros quieren que sea. ¿Cuál placer mayor que amarlo a la luz del día? ¡Jamás! Demasiado riesgo innombrable; demasiada imagen y condicionamiento que terminan carenciándole el estar con él y disfrutarlo, porque importa lo que otros piensen, digan, imaginen o inventen. Está también la compulsión del adeudo. Él firmó un papel que compromete su subrepticia vocación de acomodamiento para toda la vida. Debe guardar la compostura y ella se obliga, por extensión, a ser igualmente respetuosa de una decisión que no es suya porque, of course, él también le recuerda que ella tiene algo que perder si juega limpio, que es su forma más elegante de dejar en claro su deserción de la aventura, por lo que opta por mentir, que será menos diáfano pero él dice que más lucrativo socialmente: seria, honesta, sin cola que le pisen, aunque profundamente insatisfecha cuando no puede decirle, a la una de la tarde de cualquier día, cuando casi todos piensan en saciar el hambre, que tiene unas ganas locas de amarlo, que se le disparan todas las alarmas del deseo, que se siente erógena de pies a cabeza, y que si no puede a esa hora está dispuesta a esperar hasta que tenga tiempo, pero que sea ese día porque posiblemente sus miércoles, casi inmancables, le sepan a programa y quisiera sentirlo alguna vez cuando el cuerpo se lo pide, no cuando hay espacio inocuo porque él se tomó el trabajo, piensa ella que enjundioso, de inventar la excusa, de edulcorar la tardanza, lo que, imagina, no deja de contaminarle un poco (quizá mucho) la posibilidad de estar echado sin ataduras junto a un cuerpo, el suyo, por el cual siente (conjetura) un confuso sentimiento de atracción-rechazo, promesa de inconsciencia como es porque ya ella no se limita, no se avergüenza de sus viajes galácticos (mucho menos de los de él), desde que le sobrevino la certeza de la plenitud de su amor y abandonó el hipócrita discurso sobre la octava maravilla de su alma y proclamó, parejamente, la conmoción producida por sus habilidades en sus más insospechados lugares, no sólo los obvios y codificados, sea dicho. Pero él, ¡si lo sabrá!, anda cuidándose de no comprometerse mucho, de no despertar un día sintiendo que ella es un agujero que tiene que llenar con ella misma, cuidándose de mandar todo a la mierda y decidir jugarse la suerte a cara o cruz, hasta ahí no llega. Ha sido demasiado previsor, todo en su lugar, sin equivocaciones catastróficas, y ella puede ser un sismo (lo sospecha), y no parece estar acostumbrado, no es su culpa, a enfrentar estos azares, a hacer la opción por lo imprevisto, por eso se siente tan bien con ella, que se controla, que no lo compulsa ni siquiera cuando le dan ganas de trepar por las paredes para probar si lo desusado la desenchufa del deseo y se olvida, generosa, de que es tonto, demasiado tonto, porque la verdad es que se pierde la gran oportunidad de su vida, no es pretenciosa, pero lo sabe porque la pérdida de él es gemela de la suya.

Crónica 7


Junto a su frágil cuerpo yacente para siempre, los investigadores policiales encontraron esta nota: “Que no se culpe a nadie de mi vida”. Publicada en los periódicos, fue pasto de la reprobación de los críticos literarios, sus acres adversarios, quienes se apresuraron a calificarla de plagio. Los lingüistas, más comedidos, saludaron alborozados los insondables beneficios de la intertextualidad. Entre unos y otros se inició una batalla de artículos tan encarnizada y sangrienta que hubo necesidad de importar masivas cantidades de nuevas teorías para prolongarla hasta que se definieran los vencedores y los vencidos. Ajeno a esta guerra, sólo un pequeñísimo número de amigos y amigas de la suicida pudo descifrarla. Y lloraron por el muerto a quien vieron contemplando el cadáver con aire compungido

Crónica 8

Egoísta como siempre ha sospechado que es, no imagina cuánto le duele a esta mujer saber que en esta imagen de ciudad él camina sin la culpa del pecado original de haberlo amado.

Crónica 9

Hoy es día en la casa de lavar la ropa sucia. Todo está en desorden. Su sirvienta no es un pulpo, no tiene más que dos manos callosas, escamosas, piensa que también cansadas de tanta mugre ajena, de tanta ausencia de una piel que las suavice, que les hable un lenguaje distinto a esta su afonía cotidiana. Todo está revuelto. En la taza del inodoro quedan restos de una defecación ya vieja, casi negra, semejante al humus vegetal o a la noche que la sorprende sola en esa cama donde nunca estuvo aquel cuerpo (es sólo falsamente iconoclasta) pero sí su fantasma que se agita, que gime, en ese silencio suyo que no grita otra cosa que su nombre.

Crónica 10

A la cólera sorda que la llena agradece la lucidez con que ahora mira la vida, su estrenada capacidad de interpretar los nuevos códigos y de no sonreír cuando no tiene ganas. Ya no se engaña pensando que el amor ofrece siempre un fruto limpio. Ahora reconoce que todas las palabras valen menos que un gesto. Del odio que le crece dentro bebe la claridad que la atraviesa sin cegarla. Descree y al mismo tiempo cree, contradicción soluble si se piensa que lo de ambos fue espejismo y que ella, ávida, se acercó a él para beber sorbo a sorbo la muerte.

Crónica 11

Tiene en el cuerpo las huellas de todas sus horas insólitas. Ahora que son tiempo clausurado le pertenecen más que nunca antes. Alguna vez alguien pudo quitárselas. Vividas, nadie puede desalojarlas de su recuerdo, dúctil materia de sus ficciones.

Suyas serán estas horas para siempre, como suyo es el eco de aquella voz y su ternura, y suyas esas manos imaginarias que la recorren cuando, a solas, su piel reclama la tibieza y el estremecimiento. Suyo aquel cuerpo que la arrastró al vértigo para perderla de ella misma.

Su amor tiene una historia que anticipó la ruina inevitable. En el origen hubo un ligero temblor inadvertido por la ciudad nocturna resacada de fiestas tricolores que alentaron, cómplices, la puesta en retirada de sus miedos congénitos. Él, enigma y sorpresa, terminaría por hacerla epicentro de sacudidas que asolaron las vergüenzas acumuladas por la geología de los años.

Me sabe a mar tu boca, le dijo. Ella cerró los ojos y no opuso resistencia a la metástasis del deseo. Se dejó acarrear a la salinidad del grito. Se hizo salina y grito ella misma. Lo acompañó en el descubrimiento de todas las edades de la tibieza, de la algodonosa suavidad del contagio. Se enredaron en las lianas del asombro de reconocerse con otros ojos que los de siempre. La vida se les convirtió en un lúdico calidoscopio donde las formas de la vigilia y del sueño se hicieron inagotables.

Riendo por cada uno de los poros de su delirio, ella provocó su risa que rodó por la topografía de sus cuerpos. En ese momento preciso del amor, el mar dejó la playa para arroparlos. Él era único e inédito. Ella era única e inédita. Él dijo sonidos que ella oyó con todo el cuerpo, y lo puso todo y lo dejó todo.

Exultantes, miraron las estrellas a través de repetidos huecos clandestinos. En la acumulación de tantos escondites comenzó la desgracia.

Él se fue quedando ciego hasta serlo enteramente un día. Ella se fue haciendo cada vez más clarividente.

Quiero ser diurna, dijo una vez. Y descubrió su espanto y sus temblores. El amor descompasó su ritmo de mañana, si alguna vez lo tuvo y el clarear de la aurora no fue otra cosa que espéculo.
Lo amó, pero saberlo no la salva de la nada. Borracha de nostalgia, mamándola en la ubre abundosa de la convención intransgredible, recrea las horas transcurridas y lucha inútilmente con el recuerdo adhesivo de su mirada, lenta como un rito.

Lo amó, y habla en pretérito presente. Con su nostalgia construye una casa llena de pájaros ruidosos y lo instala en el territorio de su vida. Él será su paraíso perdido, su único e inconfiscable paraíso.

Crónica 12


A esta hora, diez y media de la noche, la soledad se palpa. Se sitúa frente a ella, conversan, son amigas, convocan recuerdos, circunstancias, ayeres, re-secan la lágrima pública y privada. Mañana será otro día.

Crónica 13


Ella lo conoció el tercer mes de cualquier año, una noche en que la luna brillaba esplendorosamente y cambiaba, a su influjo, los ritmos biológico y emocional. Una sonrisa de él y comenzaron a acortarse las distancias y a resquebrajarse los muros de la reserva.

Un mes después de aquel –para ella- providencial encuentro, sus manos se buscaban por encima de las no siempre inmaculadas mesas frente a las cuales él paladeaba sensualmente un ron blanco con limón y ella tomaba coca-cola, porque en sus excesos neuróticos le da con ser abstemia. Entonces, entre el sonar del hielo chocando intermitentemente contra el cristal de los vasos, escuchaba esta mujer una voz susurrante, estudiadamente cálida, diciendo palabras todavía más estudiadas porque, la verdad sea dicha, a ella no se la enamora hablando del color de sus ojos sin fondo, ni de las perlas que guarda con cuidado en tan lindo estuche de peluche rojo, ni cosas parecidas.

Sin proponérselo, lo obligaba a exprimirse el cerebro más allá de lo que él podía o quería permitirse. Así que frente a las múltiples, y casi siempre confusas, teorías existenciales de ella, sólo respondía con un manoseado elogio de la locura, aderezado con el letrero en una camiseta que pregonaba la más absoluta de las permisiones, por lo que ella comenzó a sospechar no mucho tiempo después, que este discurso libérrimo emparentaba con otras cosas menos entendibles que la puesta voluntaria al margen de la norma y todas las represiones sociales.

No quiso ser injusta entonces y tampoco lo quiere ser ahora. Él tenía sus encantos. Sobre todo una trivialidad aligerante que la ayudaba a descargar el cerebro y dulcificaba la aridez de sus días. También sabía reír y construir metáforas con una cadencia cercana a la melodía, lo que la complacía, no lo niega, ni lo oculta, para qué.

Fue la época en que se sintió menos seria en todos los sentidos, lo que no dejaba de plantearle contradicciones. Sobre todo porque ella es de una psicorrigidez espantosa (innecesario beatificarla) y anda siempre enredada en teorías que hablan de fines y no de medios, y como la cosa comenzaba a provocarle suspicacias, también habló del tiempo confiscado y la enajenación de la libertad del otro mediante esa confiscación, lo que le valió diez hermosas líneas en un papelito amarillo atravesado por dos fósforos usados que, meses después, se convertirían en cuerpo del delito.
Pero la psicorrigidez y la locura son incompatibles, sobre todo cuando aparecen dificultades de índole casi dramática y se debe asumir posiciones que la psicorrigidez exige y la locura niega. Tras incidentes y lágrimas profusas vertidas por ambos, aunque no con el mismo grado de autenticidad, el loco alzó el vuelo hacia la inmensidad del abandono, olvidando no sólo las promesas sino también los trozos de poemas, los fósforos gastados, las orquídeas robadas que le entregó en ofrenda al filo de la aurora, con las gaviotas y el mar por testigos.

Abajo, afincada en la tierra, volvió a estar la psicorrígida que una vez leyó, para salvación de su alma, una frase de Heine: “Cualesquiera sean las lágrimas que se llore, uno siempre termina por sonarse”.
Extraña, pero reconfortante, ordinariez de la trascendencia y el amor.

Crónica 14

Apegado como hiedra a los cánones de la más estricta moralidad pública, resulta tan rotundamente convincente que nadie podría suponer en él una segunda y oscura vida. Si este equilibrista existencial resulta rotundamente exitoso, se debe, sin duda alguna, a su poder persuasivo insuperable. Mirarlo a los ojos tiene algo de naufragio en la claridad, de encuentro sobrecogido con lo sagrado.

Además, es un apasionado de las normas, lo cual encaja al dedillo con su imbatible estirpe moralista. Impecablemente vestido las veinticuatro horas del día (dicen quienes conocen su intimidad clínica que hasta sus pijamas son impolutas) sus mayores osadías vestimentarias son las camisas en colores tan sobrios que es como verlo de saco y corbata. Habla pausada y conmovedoramente, aunque tiene momentos de exaltaciones místicas. Sus excesos son los del iluminado, lo que lo salva de la imputación desdorosa de grosero. Amoroso y tutelar con su mujer, lo es también con su prole. A ellos y a sus amigos les dedica todo su aséptico tiempo libre. Es un ciudadano irreprochable, y no puede ser menos puesto que le aterra la posibilidad del cuestionamiento judicial. Por tanto, paga fielmente los impuestos correspondientes a su estado social en permanente ascenso, producto de activas capacidades empresariales adquiridas de forma vicaria, según afirman vergonzantes las escasas malas lenguas inducidas por la envidia. Como colofón esperable, goza de amplio reconocimiento profesional, lo cual le provoca hondas satisfacciones puesto que redondea la imagen que tiene de sí mismo, aunque no lo confiese. Él se siente bueno.

Inventariadas sus cualidades, quienes le conocen no pueden menos que rendirle los tributos merecidos por tan sólida integridad y aleccionadora corrección. Él baja siempre la cabeza o entorna sus parpadeantes ojos, como si buscara potenciar el mérito al poner en duda la justicia del reconocimiento. El eco del aplauso colectivo, a veces imaginario, le produce disimulados espasmos orgásmicos.

Pero una mujer distinta a la que compartía con él la primera vida, lo miraba desde la segunda penumbrosa. Ella también cedió al influjo de su fascinación pública, tomándola como verdadera. Sin propósitos perversos, salvo que el amor los tenga, le llegó náufraga por los intersticios del alma que ninguna otra persona percibía. Porque él los confesó en un arrebato incierto de franqueza, supo de sus deseos y necesidades, sino insatisfechos, ansiosos de ir más allá de donde habían llegado hasta entonces. Ella se ofreció, ciega, a ser el laboratorio de todos sus experimentos encubiertos, que fueron incontables. Su cuerpo es testigo de cargo, si es necesario alguno.

Como el resto, esta mujer no quiso hacer preguntas ni juicios. Nunca, por tanto, esperó o demandó respuestas. Distinta del resto, sin embargo, no se conformó con aplaudir sus buenas acciones habituales de boy scout irreductible, sino que le enjugó la lágrima furtiva cuando, frente a un café a temperatura ambiente y en un día de su cumpleaños, él le declaró su tristeza por no estar hecho de mejor barro. Nunca le pareció más humano y bueno, y jamás lo amó como entonces. El amor tiene vocación de prostituta.

Pero la dualidad tiene sus trampas y el tiempo es el trampero. Enfrentado a las celadas imprevistas de lo secreto, él prefirió sonreírle a la normalidad con la misma expresión beatífica que a ella la sedujo siempre. Desde su oscuro puesto en la segunda vida de este hombre, descubrió ese día el precio de ser la teológicamente inadmisible imperfección de un dios. A partir de entonces, expía en sus soledades la debilidad divina, teniendo como penitencia llorar sin dejar rastros delatores.

Crónica 15


Llueve sobre París y ella camina bajo la lluvia monótona. Le duelen los pies de tanto trajinar sin rumbo, de ir y venir por calles desconocidas con miedo pánico de extraviarse. De no saber regresar a su destino. Deletrea palabras incomprensibles, asocia nombres y cosas, inventa la gramática de su desesperación. No pregunta. Mira con ojos azorados el derredor. Ajena. Vacía. Y camina, no sabe adónde, a ningún lado. Delira. Oye los ruidos de la infancia, regresa a la calle de sus primeras risas, a la canícula que le tornasolaba la piel. No hay nada. No puede haber nada en esta distancia sin recortes.

El vestido empapado se pega a su cuerpo desnudándolo, llenándolo de transparencias. Las gotas de lluvia son peces coleteando a su alrededor, saltan, le entorpecen el paso. La calle se convierte en cardumen que la arrastra hacia profundidades oceánicas. Los árboles silban como barcos que anclan en el puerto y vomitan marinos hacia los cafés que mira sin ver, otra vez sobresaltada. Aterida de miedo y de frío. No hay arena, hay bruma. El cielo es pardogris, no azul. Está tan lejos todo que no alcanza a ver el horizonte. Ni una pequeña luz, ni una débil señal que la aproxime a su bagaje de palmeras. Extiende los brazos para asir el fantasma que pasa a su lado sin mirarla, le grita frases ininteligibles. No pide ayuda, impreca las sombras, tan densas como el magma que sale a chorros de su corazón.

Tiene unas pocas monedas en el bolsillo. De qué sirven. Un café au lait. Una noche de hotel. ¿Y después? El silencio. El mundo más allá del mundo. Con la tarjeta en la mano señala al pasante una dirección en esta ciudad de cartografía imposible para ella. Una sonrisa, un rostro que se agranda hasta borrarse. Todos los excesos son malos. El de ella ha sido letal, pero no lo reconoce, no quiere otra cosa, ahora, que encontrar la calle, el número exacto del hotel, de mano de un desconocido que la mira de reojo, será o no será puta, quizá no, quién sabe. Y la noche, herida abierta por los cuatro costados derramando su sangre glutinosa. Y el hambre que remueve las tripas. Y a su lado un hombre caminando, no sabe qué quiere.

“Resistir es vencer”. A la mierda con todas las proclamas, dice. Con todas las soflamas. Le duele el vientre. No culpa a nadie. Ha caminado tanto y ha comido tan poco que se angosta. Libélula verdeamarilla, palito de esperanza. La tiza dibuja una frase en el pizarrón: “Mi mamá me ama”. ¿Cómo es posible que nadie, absolutamente nadie se dé cuenta de que está sola?

Jura por Dios que resiste, pero no vence. Desde la noche anterior no toma otra cosa que café, los ojos insomnes abiertos a la inmensidad de su miedo. Tiene hambre, le duelen los pies llagados por el caminar sin rumbo. De aquí a allá, de allá a aquí. Mira el techo, y nada, cuál ángel impensable puede aparecer diciendo: “Recoge tus cosas, que nos marchamos”. Amor, amor, amor, mira cómo me sacrifico, repite, mientras cuenta sus once ampollas en los pies, y después mira al techo otra vez, como si así pudiera

¿puede?
La noche es demasiado negra, demasiado tú y yo para encontrar sustitutos

hacer más lento el paso de las manecillas del reloj. Retrasaría el odio y el amor, la muerte y la vida. Siempre pensando en cosas irrealizables, como el amor, como la compañía. Hay lentejuelas impalpables derramadas por todo el suelo, como si fueran lágrimas, las pisa y siente su humedad de lirios muertos. ¿Su infancia? Y ahora, sin que nadie le pregunte, con voz temblorosa
¿quiénes somos?
responde sin ninguna certeza: “Usted, madre, de este lado del espejo, que hay pocos, no vaya a ser que la importunen”.

Crónica 16

La maleta está hecha. Ella partirá dentro de cuarenta y ocho horas. Ella que mira por la ventana con aire ausente, extrañada de estar allí, como frente a un paisaje inverosímil, sintiendo cómo los sonidos de la ciudad, la bocina de los carros, repercuten en su cuerpo, estremeciéndolo, agitándole la marea de la sangre.

Ha visto estas calles muchas veces desde la misma ventana. Abajo, un parqueo con aire de anticuario. Después, un hotel decadente, como todo en una ciudad que se devora a si misma. De madrugada, por la boca de la ciudad sale despacio el vómito del desaliento incrédulo. Putas impúberes que se escabullen entre las sombras, mientras se les escurre por las piernas el semen alcoholizado de un transeúnte. Travestis esperpénticos, como salidos de un muestrario alucinógeno. Maricas de una tristeza marmórea, de un anonadante y definitivo desconcierto. A lo lejos, el sordo sonido de unos batientes agitados por la brisa. El chirrido de las gomas de un jeep ocupado por ciudadanos ejemplares que escupen al pasar junto a los restos insolubles de la escoria. “Muchas, pero no suficientes”. Y un olor gaseoso que le provoca náuseas. Y las notas diluidas de un bolero.

No lleva gran cosa en la maleta, casi nada. Tampoco le interesa. Ahora sólo mira hacia la calle, mientras las horas avanzan y ya no faltan cuarenta y ocho para abandonar esta ciudad hacia ninguna parte, sino menos. Aprieta los ojos con fuerza, como para no ver, como para borrar el mundo y borrarse a ella misma.

Una punzada aguda le atenaza el estómago. Un sabor salobre le moja los labios, pero sus ojos están secos. Tirita. Piensa que en el aire estará demasiado lejos, que será imposible volver atrás, que ha caído en la trampa y no tiene ya cómo escaparse.

Vuelve la espalda a la cuidad. No quiere verla más. Ya no le importa, quizá no le importó nunca antes, quizá no le importe nunca jamás. “Muchas, pero no suficientes”, oye reproducirse como un eco en la oquedad de su corazón. Y las luces de neón en el camino, y los bombillos mortecinos de la escalera donde el éxtasis espera turno. “Muchas, pero no suficientes”, y volver a la calle con la duda de lo transitorio, de lo perecedero, con la sospecha de lo irrecuperable.

La ciudad a la que da la espalda es hipócrita, dual como una ramera que se embriaga con la sangre de los mártires y de los santos. Diurna, se esfuerza por esconder las taras, abriéndose surcos en la piel, flagelándose para expiar sus pecados de sobrevivencia del mal cuando todo debe ser perfecto. Carteles en cada esquina plagados de alucinados, de posesos con el pelo al viento, de frases huérfanas de sentido en las colas del colmado o de la guagua. Nocturna, en ella todo vale, lo único prohibido es no tomarlo, no esninfarlo, no cogerlo.

(Móntame en tu grupa incontinente, tu grupa indómita, desorbítame de tu esfera celeste en esta noche de luciérnagas.)

“Muchas, pero no suficientes”. Y la luz del bombillo hace malabares para mantenerse despierta. Para mantenerlos despiertos, asombrados de estar aún allí después de la pleamar de los sentidos. Alucinados con la reunificación de sus cuerpos, apenas minutos antes divididos en partes infinitas por sus bocas, por sus manos, por sus lenguas.

“Muchas, pero no suficientes”. La copa haciéndose añicos en el balcón, calidoscopio en el atardecer silencioso de una ciudad putrefacta. Los laureles mustiándose en las avenidas vacías, y el hedor a pez muerto. Ojos que miran detrás de las celosías con futuro ineludible de escribanos. Una risa, otra risa, corroyendo su garganta.

La maleta sobre la cama, nadando en la sangre de su seppuko emocional, deglutiendo el tiempo. Pocas cosas, no necesita más. Dentro de algunas horas ella estará lejos escribiendo tonterías en el cuaderno donde una barcaza azul zozobra bajo un indiferente sol violeta.

Crónica 17


Ha colgado el teléfono. Hay nuevos decorados sumados a la escenografía de sus carencias. Cautos, temerosos de escuchas impertinentes, se asomaron al pozo de los sobreentendidos, de las elusiones. Ella habló de ausencias, clavando en carne propia el estilete letal de sus palabras. Del otro lado, nada, ninguna respuesta que pespunteada a lo dicho por ella pudiera convertirse en acusación irrefutable.

Clausurado el intercambio precario de palabras, ella se asoma al balcón. En el horizonte, la luz mortecina del sol marca el declive de la tarde. Desde abajo llega el ronroneo de los automóviles, el ruido de neumáticos que chirrían sobre el asfalto, impulsados por las prisas de los conductores. El pedazo de ciudad que contempla va perdiendo sus perfiles. También se oculta el mar, que se funde con la noche. Tardías palomas sobrevuelan el parque, mientras otras zurean en las cornisas. Todo lo ve ella a través de sus ojos impávidos, como no fueran los ojos de alguien que sufre, sino los de una espectadora del espectáculo del dolor de otros.

Va a la cocina y mezcla ron con agua. Enciende un cigarrillo con el mismo displicente gesto de hace décadas atrás. Tánatos le guiña un ojo, vivir no le concierne. Piensa en escribir. Desiste. La paraliza la distancia entre sus emociones y el titilante cursor de la pantalla.

Alguien llega y mira con ojos de reproche el vaso que sostiene entre las manos. Esos ojos la acusan del desliz de flaqueza. Ella no dice nada, se encaracola en una mudez obstinada, no produce ruidos. El silencio es su arma arrojadiza. La vida le pesa sobre los hombros y el tiempo, irreversible, la somete al suplicio del desuello. El corazón es una rosa obscena.

El rostro de él se proyecta sobre las cuatro paredes de la habitación. Las imágenes se agolpan con celoso detalle. Modulaciones. Gestos. Frases exactas. Contactos fortuitos, acercamientos en los que no quiso adivinar nada, ella, que tantas veces ha hecho de pitonisa. Estruendos que la estremecen precursores. Su deseo insatisfecho fermenta. Se añeja antes de haber florecido.

Ella es quimera de imposibilidades. Ha encontrado en ella su manera de existir. No puede pensar el cuerpo de él sin pensar en el cuerpo de ambos. En ella, todo es urgencia de ganar terreno en la rutina de los días previsibles. Días que se ausentan venciendo deslealmente al deseo, rector de los sentidos.

Recurre a posibilidades vicarias. Lo vive en la alucinación. Renueva su placer siempre distinto, junto al cuerpo de él, del cuerpo de él junto al suyo. Confusión de planos que anula la bifurcación entre esta mujer deseante, obligada, casi con violencia a encontrar consuelo en la fantasmagoría, y la calculada labilidad de él. No hay armisticio posible. La guerra se prolonga con la lúcida intuición de la derrota de las armas de ella.

Ha estado cerca de otros cuerpos, pero ella, su enemiga, ha peleado a favor de él. Otros cuerpos que la han asomado al abismo, y ha calculado el salto, por qué no, si ella, con él, vive en el filo de la navaja y todos los días se inflinge heridas que supuran, enfermándola. No hay mayor riesgo para ella que este equilibrismo una y otra vez fracasado. Pero lo defiende a él antes que a ella misma. Vuelve la espalda y camina hacia la puerta clausurada.

Crónica 18



De no haber sido por aquella luz mortecina y aquella intimidad que la succionan como un agujero cósmico, quizá no hubiera logrado nunca el valor para decir lo que entonces dijo. Sintió acelerársele el corazón y la sangre tumultuosa, como salida de cauce. Algo semejante al miedo de morir la punzó por un fugaz instante. Miró hacia fuera buscando un asidero. El río no era más la serpenteante presencia de las primeras horas. La noche se lo había tragado. La noche se lo traga todo. Desvanecidas sus orillas, el río se ensanchó hasta la línea de luces de la lejana avenida, invadiendo la porosidad de ese otro lado donde la vida discurría con su propio ritmo, ajena a esa partícula de eternidad donde, de súbito, sólo el río y ella existían.

Desconcertada por el eco de sus propias palabras, convirtió el río en metáfora e imaginó su alegría al fusionarse con el mar, como dos amantes en el momento de la combustión del deseo. Encuentro orgásmico, disolvente; que arranca de las gargantas húmedas de estas aguas el grito primordial de la vida y las agita con convulsivos temblores.

En derredor percibió de nuevo, desdibujadas, las presencias extrañas. En la precaria tarima, una voz aguardentosa contaba historias simples sobre las angustias del amor y de la ferocidad de los celos. En las mesas contiguas, otros hombres y otras mujeres apostaban al destino o pretendían hablar desde el vacío cotidiano, incapaces de relegar a lo doméstico el enorme cansancio de estar juntos.

Sentado frente a ella, él guardó un silencio inmensurable. Estremecida, ella no pudo sostenerle la mirada, hecha de preguntas y de miedos iguales a los suyos. Quiso escapar de ese lugar, de esas palabras, de esa noche. Sonrió para ocultar su sobresalto, y ese dolor de estómago lacerante que la sitúa inapelablemente en la periferia del vómito.

Escuchó repetida la confesión del deseo, que resonó en su cabeza como la onda expansiva de una explosión aniquilante. Antes que él, muchos otros pronunciaron frases idénticas; ella les creyó siempre y ciegamente; jamás las puso en duda. Dichas, se convertían en verdad revelada: su iconoclasia rehuye los olores azufrados de la equivocación. Se rendía por tanto a la evidencia, absorbida por el desciframiento de ese ajeno pasado deseante. Cuánto tiempo perdido, pensó, y un viejo dolor se instaló en todos sus rincones, deudo de un ayer impresentido hasta el momento de la confidencia.

Alargó despaciosamente la mano hasta alcanzar la de él, y en un acto que reinventaba la verdad aboliendo el tiempo, también se declaró atada al árbol del amor, asaeteada y sangrante como San Sebastián mártir. Lo dijo y paladeó lo dicho y en la boca le quedó un sabor de certidumbre. No pensó que inventaba una respuesta, pronunciada en el lenguaje de la novela que no escribirá nunca.

Cuando dijo que lo amaba desde los orígenes del mundo no exorcizó tantas horas compartidas con otros. Tampoco experimentó la desazón de quien, al decir siempre suprime la exactitud de las cronologías. Estaba dicho, y basta. Allí había estado su deseo desde siempre: incontaminado, salvado del descame por la taumaturgia de una voluntariosa persistencia. Discreto y plácido y convencido. Virginal.

Y sin embargo, cuántas aguas habían pasado antes bajo los puentes de sus amores, todos primeros en la devastación del descubrimiento gozoso y en la muerte lenta. Todos pioneros en el hallazgo de lo inverosímil. Amputado su origen, lo vivido se convertía en iniciación; así el deleite fue cada vez inédito, liberado de la sospecha de aprendizaje en anteriores y prolongadas maestrías o en exaltaciones turbulentas. Sin pasado, ella comenzaba a construir el presente con la inconciencia de la recién nacida.

Posó en los ojos entrecerrados de él una dilatada mirada. Si el testimonio del mutuo deseo estaba dado, si el deseo soltaba sus amarras y se sumergía, lúdico por primera vez, en las aguas desapacibles de sus intrahistorias, ella podía pensar que ambos estaban dispuestos a jugar con lo imposible. Eso pensó, reincidente impenitente. Y como siempre, se equivocó.

Crónica 19




Abre los ojos y lo mira tendido a su lado, esforzándose en que ella no lo perciba despierto, hasta que es inútil continuar el juego de las simulaciones. Entra demasiada luz en la habitación y para ellos se va haciendo tarde. Ella intenta refugiarse en el hombro de él, acomodarse en la escurridiza sonrisa que le regala en esa mañana de sábado. Intenta encontrar un espacio donde sentirse al abrigo de la torva inquietud que la despertó en la madrugada, obligándola a contemplarlo dormido como si fuera la primera o la última vez.

Todo sobrevino de golpe. Como un eco del cansancio, del renovado cansancio que provocan las cosas pendientes. Cuando él la mira sin verla, ella se adentra en la difusa certidumbre del fin. No se asusta, no le huye a la sensación de derrota que ocupa poco a poco ocupa el lugar de su necesidad de sentir el abrazo de él, su aliento entrecortado en la nuca, los gestos inocuos del amor. Los dioses no le son propicios.

Quizá él tiene razón y ella estaba voluntariamente ciega. Obstinada en echar a un lado las premonitorias evidencias, como aquella tristeza irreprimible cuando, en la duermevela, una pierna de él dejó caer sobre el cuerpo de ella su insoportable peso muerto. Despierta, oye croar las ranas y en la madrugada resuena el desorden de su corazón.

Se dice una y otra vez que ama cada detalle de él, que ama esa boca que se derrocha sobre su cara. Le pasa la mano por el pelo. Hay algo extraño en ese irrefrenable gesto suyo, algo lacerantemente erótico en meter sus dedos entre los rizos negro-negrísimos de su pelo, como aquella vez en la montaña, que no olvida.

Él ya no quiere seguir amándola. Lo dijo de golpe, sin respirar siquiera, sin tragarse un poquito del aire que el chorro de angustioso asombro de ella volvió denso y candente. Un millón de lucecitas multicolores poblaron la habitación, y ella sintió cómo la tierra abierta la engullía, arrastrándola hasta el fondo, adonde la antecedieron las minúsculas partículas en que se deshizo la frase de él. Su aturdimiento se hizo carne, y la ausencia decretada se convirtió en deseo de cabalgarlo hasta dejarlo exhausto.

Después, todas las palabras se escurrieron entre sus dedos. No quiso entender, para qué. Se replegó sobre si misma, y sólo atinó a balbucear, en un gesto de orgullo equívoco, la insensata esperanza en la futura curación de la herida recién abierta, mientras todo su cuerpo la impulsaba, desquiciado, a postrarse a los pies de él, Magdalena prolongada, y rogarle que no la desoldara de su vida, él, que había dejado el saco en el carro cuando la noche anterior regresaron a la casa, y nada tiene que llevarse, ni siquiera la angustia de ella, que se oculta tras el ruido estruendoso de las lágrimas que llorará después que él haya cerrado la puerta detrás suyo.

Crónica 20

Se reclina en el sillón giratorio, hace su gesto característico de meterse una uña entre los dientes, y entonces se pregunta: “¿Qué estará haciendo ahora?”, sabiendo a ciencia cierta que le importa un carajo.