viernes, diciembre 29, 2006

Crónica 13


Ella lo conoció el tercer mes de cualquier año, una noche en que la luna brillaba esplendorosamente y cambiaba, a su influjo, los ritmos biológico y emocional. Una sonrisa de él y comenzaron a acortarse las distancias y a resquebrajarse los muros de la reserva.

Un mes después de aquel –para ella- providencial encuentro, sus manos se buscaban por encima de las no siempre inmaculadas mesas frente a las cuales él paladeaba sensualmente un ron blanco con limón y ella tomaba coca-cola, porque en sus excesos neuróticos le da con ser abstemia. Entonces, entre el sonar del hielo chocando intermitentemente contra el cristal de los vasos, escuchaba esta mujer una voz susurrante, estudiadamente cálida, diciendo palabras todavía más estudiadas porque, la verdad sea dicha, a ella no se la enamora hablando del color de sus ojos sin fondo, ni de las perlas que guarda con cuidado en tan lindo estuche de peluche rojo, ni cosas parecidas.

Sin proponérselo, lo obligaba a exprimirse el cerebro más allá de lo que él podía o quería permitirse. Así que frente a las múltiples, y casi siempre confusas, teorías existenciales de ella, sólo respondía con un manoseado elogio de la locura, aderezado con el letrero en una camiseta que pregonaba la más absoluta de las permisiones, por lo que ella comenzó a sospechar no mucho tiempo después, que este discurso libérrimo emparentaba con otras cosas menos entendibles que la puesta voluntaria al margen de la norma y todas las represiones sociales.

No quiso ser injusta entonces y tampoco lo quiere ser ahora. Él tenía sus encantos. Sobre todo una trivialidad aligerante que la ayudaba a descargar el cerebro y dulcificaba la aridez de sus días. También sabía reír y construir metáforas con una cadencia cercana a la melodía, lo que la complacía, no lo niega, ni lo oculta, para qué.

Fue la época en que se sintió menos seria en todos los sentidos, lo que no dejaba de plantearle contradicciones. Sobre todo porque ella es de una psicorrigidez espantosa (innecesario beatificarla) y anda siempre enredada en teorías que hablan de fines y no de medios, y como la cosa comenzaba a provocarle suspicacias, también habló del tiempo confiscado y la enajenación de la libertad del otro mediante esa confiscación, lo que le valió diez hermosas líneas en un papelito amarillo atravesado por dos fósforos usados que, meses después, se convertirían en cuerpo del delito.
Pero la psicorrigidez y la locura son incompatibles, sobre todo cuando aparecen dificultades de índole casi dramática y se debe asumir posiciones que la psicorrigidez exige y la locura niega. Tras incidentes y lágrimas profusas vertidas por ambos, aunque no con el mismo grado de autenticidad, el loco alzó el vuelo hacia la inmensidad del abandono, olvidando no sólo las promesas sino también los trozos de poemas, los fósforos gastados, las orquídeas robadas que le entregó en ofrenda al filo de la aurora, con las gaviotas y el mar por testigos.

Abajo, afincada en la tierra, volvió a estar la psicorrígida que una vez leyó, para salvación de su alma, una frase de Heine: “Cualesquiera sean las lágrimas que se llore, uno siempre termina por sonarse”.
Extraña, pero reconfortante, ordinariez de la trascendencia y el amor.