viernes, diciembre 29, 2006

Crónica 14

Apegado como hiedra a los cánones de la más estricta moralidad pública, resulta tan rotundamente convincente que nadie podría suponer en él una segunda y oscura vida. Si este equilibrista existencial resulta rotundamente exitoso, se debe, sin duda alguna, a su poder persuasivo insuperable. Mirarlo a los ojos tiene algo de naufragio en la claridad, de encuentro sobrecogido con lo sagrado.

Además, es un apasionado de las normas, lo cual encaja al dedillo con su imbatible estirpe moralista. Impecablemente vestido las veinticuatro horas del día (dicen quienes conocen su intimidad clínica que hasta sus pijamas son impolutas) sus mayores osadías vestimentarias son las camisas en colores tan sobrios que es como verlo de saco y corbata. Habla pausada y conmovedoramente, aunque tiene momentos de exaltaciones místicas. Sus excesos son los del iluminado, lo que lo salva de la imputación desdorosa de grosero. Amoroso y tutelar con su mujer, lo es también con su prole. A ellos y a sus amigos les dedica todo su aséptico tiempo libre. Es un ciudadano irreprochable, y no puede ser menos puesto que le aterra la posibilidad del cuestionamiento judicial. Por tanto, paga fielmente los impuestos correspondientes a su estado social en permanente ascenso, producto de activas capacidades empresariales adquiridas de forma vicaria, según afirman vergonzantes las escasas malas lenguas inducidas por la envidia. Como colofón esperable, goza de amplio reconocimiento profesional, lo cual le provoca hondas satisfacciones puesto que redondea la imagen que tiene de sí mismo, aunque no lo confiese. Él se siente bueno.

Inventariadas sus cualidades, quienes le conocen no pueden menos que rendirle los tributos merecidos por tan sólida integridad y aleccionadora corrección. Él baja siempre la cabeza o entorna sus parpadeantes ojos, como si buscara potenciar el mérito al poner en duda la justicia del reconocimiento. El eco del aplauso colectivo, a veces imaginario, le produce disimulados espasmos orgásmicos.

Pero una mujer distinta a la que compartía con él la primera vida, lo miraba desde la segunda penumbrosa. Ella también cedió al influjo de su fascinación pública, tomándola como verdadera. Sin propósitos perversos, salvo que el amor los tenga, le llegó náufraga por los intersticios del alma que ninguna otra persona percibía. Porque él los confesó en un arrebato incierto de franqueza, supo de sus deseos y necesidades, sino insatisfechos, ansiosos de ir más allá de donde habían llegado hasta entonces. Ella se ofreció, ciega, a ser el laboratorio de todos sus experimentos encubiertos, que fueron incontables. Su cuerpo es testigo de cargo, si es necesario alguno.

Como el resto, esta mujer no quiso hacer preguntas ni juicios. Nunca, por tanto, esperó o demandó respuestas. Distinta del resto, sin embargo, no se conformó con aplaudir sus buenas acciones habituales de boy scout irreductible, sino que le enjugó la lágrima furtiva cuando, frente a un café a temperatura ambiente y en un día de su cumpleaños, él le declaró su tristeza por no estar hecho de mejor barro. Nunca le pareció más humano y bueno, y jamás lo amó como entonces. El amor tiene vocación de prostituta.

Pero la dualidad tiene sus trampas y el tiempo es el trampero. Enfrentado a las celadas imprevistas de lo secreto, él prefirió sonreírle a la normalidad con la misma expresión beatífica que a ella la sedujo siempre. Desde su oscuro puesto en la segunda vida de este hombre, descubrió ese día el precio de ser la teológicamente inadmisible imperfección de un dios. A partir de entonces, expía en sus soledades la debilidad divina, teniendo como penitencia llorar sin dejar rastros delatores.