viernes, diciembre 29, 2006

Crónica 17


Ha colgado el teléfono. Hay nuevos decorados sumados a la escenografía de sus carencias. Cautos, temerosos de escuchas impertinentes, se asomaron al pozo de los sobreentendidos, de las elusiones. Ella habló de ausencias, clavando en carne propia el estilete letal de sus palabras. Del otro lado, nada, ninguna respuesta que pespunteada a lo dicho por ella pudiera convertirse en acusación irrefutable.

Clausurado el intercambio precario de palabras, ella se asoma al balcón. En el horizonte, la luz mortecina del sol marca el declive de la tarde. Desde abajo llega el ronroneo de los automóviles, el ruido de neumáticos que chirrían sobre el asfalto, impulsados por las prisas de los conductores. El pedazo de ciudad que contempla va perdiendo sus perfiles. También se oculta el mar, que se funde con la noche. Tardías palomas sobrevuelan el parque, mientras otras zurean en las cornisas. Todo lo ve ella a través de sus ojos impávidos, como no fueran los ojos de alguien que sufre, sino los de una espectadora del espectáculo del dolor de otros.

Va a la cocina y mezcla ron con agua. Enciende un cigarrillo con el mismo displicente gesto de hace décadas atrás. Tánatos le guiña un ojo, vivir no le concierne. Piensa en escribir. Desiste. La paraliza la distancia entre sus emociones y el titilante cursor de la pantalla.

Alguien llega y mira con ojos de reproche el vaso que sostiene entre las manos. Esos ojos la acusan del desliz de flaqueza. Ella no dice nada, se encaracola en una mudez obstinada, no produce ruidos. El silencio es su arma arrojadiza. La vida le pesa sobre los hombros y el tiempo, irreversible, la somete al suplicio del desuello. El corazón es una rosa obscena.

El rostro de él se proyecta sobre las cuatro paredes de la habitación. Las imágenes se agolpan con celoso detalle. Modulaciones. Gestos. Frases exactas. Contactos fortuitos, acercamientos en los que no quiso adivinar nada, ella, que tantas veces ha hecho de pitonisa. Estruendos que la estremecen precursores. Su deseo insatisfecho fermenta. Se añeja antes de haber florecido.

Ella es quimera de imposibilidades. Ha encontrado en ella su manera de existir. No puede pensar el cuerpo de él sin pensar en el cuerpo de ambos. En ella, todo es urgencia de ganar terreno en la rutina de los días previsibles. Días que se ausentan venciendo deslealmente al deseo, rector de los sentidos.

Recurre a posibilidades vicarias. Lo vive en la alucinación. Renueva su placer siempre distinto, junto al cuerpo de él, del cuerpo de él junto al suyo. Confusión de planos que anula la bifurcación entre esta mujer deseante, obligada, casi con violencia a encontrar consuelo en la fantasmagoría, y la calculada labilidad de él. No hay armisticio posible. La guerra se prolonga con la lúcida intuición de la derrota de las armas de ella.

Ha estado cerca de otros cuerpos, pero ella, su enemiga, ha peleado a favor de él. Otros cuerpos que la han asomado al abismo, y ha calculado el salto, por qué no, si ella, con él, vive en el filo de la navaja y todos los días se inflinge heridas que supuran, enfermándola. No hay mayor riesgo para ella que este equilibrismo una y otra vez fracasado. Pero lo defiende a él antes que a ella misma. Vuelve la espalda y camina hacia la puerta clausurada.