viernes, diciembre 29, 2006

Crónica 18



De no haber sido por aquella luz mortecina y aquella intimidad que la succionan como un agujero cósmico, quizá no hubiera logrado nunca el valor para decir lo que entonces dijo. Sintió acelerársele el corazón y la sangre tumultuosa, como salida de cauce. Algo semejante al miedo de morir la punzó por un fugaz instante. Miró hacia fuera buscando un asidero. El río no era más la serpenteante presencia de las primeras horas. La noche se lo había tragado. La noche se lo traga todo. Desvanecidas sus orillas, el río se ensanchó hasta la línea de luces de la lejana avenida, invadiendo la porosidad de ese otro lado donde la vida discurría con su propio ritmo, ajena a esa partícula de eternidad donde, de súbito, sólo el río y ella existían.

Desconcertada por el eco de sus propias palabras, convirtió el río en metáfora e imaginó su alegría al fusionarse con el mar, como dos amantes en el momento de la combustión del deseo. Encuentro orgásmico, disolvente; que arranca de las gargantas húmedas de estas aguas el grito primordial de la vida y las agita con convulsivos temblores.

En derredor percibió de nuevo, desdibujadas, las presencias extrañas. En la precaria tarima, una voz aguardentosa contaba historias simples sobre las angustias del amor y de la ferocidad de los celos. En las mesas contiguas, otros hombres y otras mujeres apostaban al destino o pretendían hablar desde el vacío cotidiano, incapaces de relegar a lo doméstico el enorme cansancio de estar juntos.

Sentado frente a ella, él guardó un silencio inmensurable. Estremecida, ella no pudo sostenerle la mirada, hecha de preguntas y de miedos iguales a los suyos. Quiso escapar de ese lugar, de esas palabras, de esa noche. Sonrió para ocultar su sobresalto, y ese dolor de estómago lacerante que la sitúa inapelablemente en la periferia del vómito.

Escuchó repetida la confesión del deseo, que resonó en su cabeza como la onda expansiva de una explosión aniquilante. Antes que él, muchos otros pronunciaron frases idénticas; ella les creyó siempre y ciegamente; jamás las puso en duda. Dichas, se convertían en verdad revelada: su iconoclasia rehuye los olores azufrados de la equivocación. Se rendía por tanto a la evidencia, absorbida por el desciframiento de ese ajeno pasado deseante. Cuánto tiempo perdido, pensó, y un viejo dolor se instaló en todos sus rincones, deudo de un ayer impresentido hasta el momento de la confidencia.

Alargó despaciosamente la mano hasta alcanzar la de él, y en un acto que reinventaba la verdad aboliendo el tiempo, también se declaró atada al árbol del amor, asaeteada y sangrante como San Sebastián mártir. Lo dijo y paladeó lo dicho y en la boca le quedó un sabor de certidumbre. No pensó que inventaba una respuesta, pronunciada en el lenguaje de la novela que no escribirá nunca.

Cuando dijo que lo amaba desde los orígenes del mundo no exorcizó tantas horas compartidas con otros. Tampoco experimentó la desazón de quien, al decir siempre suprime la exactitud de las cronologías. Estaba dicho, y basta. Allí había estado su deseo desde siempre: incontaminado, salvado del descame por la taumaturgia de una voluntariosa persistencia. Discreto y plácido y convencido. Virginal.

Y sin embargo, cuántas aguas habían pasado antes bajo los puentes de sus amores, todos primeros en la devastación del descubrimiento gozoso y en la muerte lenta. Todos pioneros en el hallazgo de lo inverosímil. Amputado su origen, lo vivido se convertía en iniciación; así el deleite fue cada vez inédito, liberado de la sospecha de aprendizaje en anteriores y prolongadas maestrías o en exaltaciones turbulentas. Sin pasado, ella comenzaba a construir el presente con la inconciencia de la recién nacida.

Posó en los ojos entrecerrados de él una dilatada mirada. Si el testimonio del mutuo deseo estaba dado, si el deseo soltaba sus amarras y se sumergía, lúdico por primera vez, en las aguas desapacibles de sus intrahistorias, ella podía pensar que ambos estaban dispuestos a jugar con lo imposible. Eso pensó, reincidente impenitente. Y como siempre, se equivocó.