viernes, diciembre 29, 2006

Crónica 15


Llueve sobre París y ella camina bajo la lluvia monótona. Le duelen los pies de tanto trajinar sin rumbo, de ir y venir por calles desconocidas con miedo pánico de extraviarse. De no saber regresar a su destino. Deletrea palabras incomprensibles, asocia nombres y cosas, inventa la gramática de su desesperación. No pregunta. Mira con ojos azorados el derredor. Ajena. Vacía. Y camina, no sabe adónde, a ningún lado. Delira. Oye los ruidos de la infancia, regresa a la calle de sus primeras risas, a la canícula que le tornasolaba la piel. No hay nada. No puede haber nada en esta distancia sin recortes.

El vestido empapado se pega a su cuerpo desnudándolo, llenándolo de transparencias. Las gotas de lluvia son peces coleteando a su alrededor, saltan, le entorpecen el paso. La calle se convierte en cardumen que la arrastra hacia profundidades oceánicas. Los árboles silban como barcos que anclan en el puerto y vomitan marinos hacia los cafés que mira sin ver, otra vez sobresaltada. Aterida de miedo y de frío. No hay arena, hay bruma. El cielo es pardogris, no azul. Está tan lejos todo que no alcanza a ver el horizonte. Ni una pequeña luz, ni una débil señal que la aproxime a su bagaje de palmeras. Extiende los brazos para asir el fantasma que pasa a su lado sin mirarla, le grita frases ininteligibles. No pide ayuda, impreca las sombras, tan densas como el magma que sale a chorros de su corazón.

Tiene unas pocas monedas en el bolsillo. De qué sirven. Un café au lait. Una noche de hotel. ¿Y después? El silencio. El mundo más allá del mundo. Con la tarjeta en la mano señala al pasante una dirección en esta ciudad de cartografía imposible para ella. Una sonrisa, un rostro que se agranda hasta borrarse. Todos los excesos son malos. El de ella ha sido letal, pero no lo reconoce, no quiere otra cosa, ahora, que encontrar la calle, el número exacto del hotel, de mano de un desconocido que la mira de reojo, será o no será puta, quizá no, quién sabe. Y la noche, herida abierta por los cuatro costados derramando su sangre glutinosa. Y el hambre que remueve las tripas. Y a su lado un hombre caminando, no sabe qué quiere.

“Resistir es vencer”. A la mierda con todas las proclamas, dice. Con todas las soflamas. Le duele el vientre. No culpa a nadie. Ha caminado tanto y ha comido tan poco que se angosta. Libélula verdeamarilla, palito de esperanza. La tiza dibuja una frase en el pizarrón: “Mi mamá me ama”. ¿Cómo es posible que nadie, absolutamente nadie se dé cuenta de que está sola?

Jura por Dios que resiste, pero no vence. Desde la noche anterior no toma otra cosa que café, los ojos insomnes abiertos a la inmensidad de su miedo. Tiene hambre, le duelen los pies llagados por el caminar sin rumbo. De aquí a allá, de allá a aquí. Mira el techo, y nada, cuál ángel impensable puede aparecer diciendo: “Recoge tus cosas, que nos marchamos”. Amor, amor, amor, mira cómo me sacrifico, repite, mientras cuenta sus once ampollas en los pies, y después mira al techo otra vez, como si así pudiera

¿puede?
La noche es demasiado negra, demasiado tú y yo para encontrar sustitutos

hacer más lento el paso de las manecillas del reloj. Retrasaría el odio y el amor, la muerte y la vida. Siempre pensando en cosas irrealizables, como el amor, como la compañía. Hay lentejuelas impalpables derramadas por todo el suelo, como si fueran lágrimas, las pisa y siente su humedad de lirios muertos. ¿Su infancia? Y ahora, sin que nadie le pregunte, con voz temblorosa
¿quiénes somos?
responde sin ninguna certeza: “Usted, madre, de este lado del espejo, que hay pocos, no vaya a ser que la importunen”.