viernes, diciembre 29, 2006

Crónica 11

Tiene en el cuerpo las huellas de todas sus horas insólitas. Ahora que son tiempo clausurado le pertenecen más que nunca antes. Alguna vez alguien pudo quitárselas. Vividas, nadie puede desalojarlas de su recuerdo, dúctil materia de sus ficciones.

Suyas serán estas horas para siempre, como suyo es el eco de aquella voz y su ternura, y suyas esas manos imaginarias que la recorren cuando, a solas, su piel reclama la tibieza y el estremecimiento. Suyo aquel cuerpo que la arrastró al vértigo para perderla de ella misma.

Su amor tiene una historia que anticipó la ruina inevitable. En el origen hubo un ligero temblor inadvertido por la ciudad nocturna resacada de fiestas tricolores que alentaron, cómplices, la puesta en retirada de sus miedos congénitos. Él, enigma y sorpresa, terminaría por hacerla epicentro de sacudidas que asolaron las vergüenzas acumuladas por la geología de los años.

Me sabe a mar tu boca, le dijo. Ella cerró los ojos y no opuso resistencia a la metástasis del deseo. Se dejó acarrear a la salinidad del grito. Se hizo salina y grito ella misma. Lo acompañó en el descubrimiento de todas las edades de la tibieza, de la algodonosa suavidad del contagio. Se enredaron en las lianas del asombro de reconocerse con otros ojos que los de siempre. La vida se les convirtió en un lúdico calidoscopio donde las formas de la vigilia y del sueño se hicieron inagotables.

Riendo por cada uno de los poros de su delirio, ella provocó su risa que rodó por la topografía de sus cuerpos. En ese momento preciso del amor, el mar dejó la playa para arroparlos. Él era único e inédito. Ella era única e inédita. Él dijo sonidos que ella oyó con todo el cuerpo, y lo puso todo y lo dejó todo.

Exultantes, miraron las estrellas a través de repetidos huecos clandestinos. En la acumulación de tantos escondites comenzó la desgracia.

Él se fue quedando ciego hasta serlo enteramente un día. Ella se fue haciendo cada vez más clarividente.

Quiero ser diurna, dijo una vez. Y descubrió su espanto y sus temblores. El amor descompasó su ritmo de mañana, si alguna vez lo tuvo y el clarear de la aurora no fue otra cosa que espéculo.
Lo amó, pero saberlo no la salva de la nada. Borracha de nostalgia, mamándola en la ubre abundosa de la convención intransgredible, recrea las horas transcurridas y lucha inútilmente con el recuerdo adhesivo de su mirada, lenta como un rito.

Lo amó, y habla en pretérito presente. Con su nostalgia construye una casa llena de pájaros ruidosos y lo instala en el territorio de su vida. Él será su paraíso perdido, su único e inconfiscable paraíso.