viernes, diciembre 29, 2006

Crónica 2


Si algo nunca pudo explicarse es la capacidad que él tenía para hacer pasar su mentira como la verdad de ambos. Privada de su presencia, buscó consuelo inútil en la persecución febril de la clave. Hurgó en los desordenados archivos de su memoria; apartó telarañas milenarias y no encontró nada que la condujera hacia los secretos pasadizos de lo cierto.

Para entender el que fue su tiempo, intentó descifrar códices insólitos brotados de la poshistoria de lo arcano. En el clímax de su desesperación de analfabeta de las cosas, recurrió a las profecías de Ezequiel que le dijeron, en eco multiplicado, que el Armagedón no sería el terreno donde se decidiría su destino amoroso. Auscultó entonces el corazón de las sombras y abrevó en las predicciones de su carta astral. El universo de las palabras se cerraba a su entendimiento: los códigos incomprensibles la devolvían al otoño inaugural del mundo.

Con sus facturas vencidas, regresó al origen de lo no dicho y entabló con el silencio una taciturna batalla. Recibió en su cuerpo de trinchera las esquirlas de las premoniciones para impotente ver, en el instante de la conjunción de todos los mundos inventados, cómo la verdad perseguida se le escurría en la sangre derramada por el Crucificado. Desandó el momento anterior a su particular Monte de los Olivos: había hecho el camino de la nada; el gallo que cantaba entre girasoles enanos no anunciaba la negación pétrea ni la devastación de la Iglesia universal, sino la catástrofe de la comprensión.

Recurrió al Gran Libro Sacramental de las Suplantaciones. En la nebulosa de su tiempo efímero escuchó una frase entrecortada hablándole de palomas migratorias del Norte; de volátiles ardores que reducían a cenizas toda experiencia precedente. Pero Shere Hite la advirtió, ceremoniosa y suprafísica, del engaño secular de la sonrisa.

Cerró los ojos asolados por la visión del escarnio y se entregó a la volición de lo insólito. Recreó cataratas de Saint-Emilion quemándole el sexo en el remedo a lo Disneyworld de una aldea medieval enclavada en el declive ágata del río. Palpó en su éxtasis apócrifo los anillos de Saturno y se dijo astronauta sin banderas al servicio de fantasías siderales. Fue convidada al descubrimiento de todo lo sabido y se encontró de pronto con una lengua de fuego falsificado deflagrando el centro de su universo único. Extraña sensación la de ese instante espurio, cuando Silvio Rodríguez martillaba en su memoria una canción hecha de silbidos lejanos.

Con los ojos nublados de lágrimas miró sus piernas extendidas en la vastedad del cielo y vio nacer de ellas la hidra de las siete cabezas, anunciadora del desastre que precede al más absoluto y definitivo de los espantos. La llave del baño continuaba su impertérrita sangría abominable como un pecado de abjuración, mientras la catarata seguía su curso de artificio. Quiso adivinar el momento en que se produciría el Hiroshima de todos los planetas de la galaxia, pero el hongo atómico ajeno pudo más que su denuedo e Isaías montó solo su caballo de fuego. Pendiente de un trapecio prestado, oyó a través de la ventana una magistral interpretación de Louis Armstrong, repetida como un eco desde el tocacintas del vehículo estacionado en el solitario parqueo, celosamente vigilado por el ojo ciclópeo del empleado hotelero.

Buscó apagar el fuego de su inervación con la alteración del clima natural de la caverna e hizo retroceder en varios números el control del aire acondicionado. Junto al plácido abandono ajeno, escupió sobre la serpiente bíblica y la acusó de perversa infamia, de remota falacia, de la culpa del pecado original de distorsionar lo cierto.

Tozuda, siguió sin embargo pesquisando entre las sombras violetas de una noche prolongada. Irisó oscuridades y talló las infinitas aristas del diamante. En los divanes de los Supremos Sacerdotes Modernos palpó los más recónditos rincones de su inconsciente.

Al abrigo de su soledad, hizo avanzar ejércitos táctiles a través de sus silenciados meandros. Flores mustiadas fueron el parto de sus esperanzas, y guardó silencio a la espera pertinaz de tiempos nuevos, cuando las ondas concéntricas de Lo Supremo le hablaran en el lenguaje de los grillos insomnes.

Mas no se dio por vencida. Fueron tiempos aquellos en que desplegó inútilmente todas sus artes de bruja medieval acosada por las fobias de las buenas costumbres ciudadanas, haciéndose rea de la Gran Transgresión Tragadora de Imágenes. Olvidando su pasado de hereje se postró ante incontables hierofantes que prometieron ponerla en posesión del sagrado secreto. Nadó en ríos turbulentos o apacibles, y un extraño sabor le quedó en la boca. Sobreviviente de las siete plagas postreras contempló turbada la pega en las paredes del edicto anunciando la proximidad del Apocalipsis, y sintió miedo. Para purgarlo se redujo al espectro de su ineludible karma; ya no perturbaría el acto sacramental del guerrero reposante, vencedor en el Waterloo de lo nimio.

Una noche comprendió que agotado el repertorio de los gestos hacedores de encantos, sólo le quedaba la palabra. Dijo entonces sin ser oída y un pesado silencio cerró de una vez por todas las esclusas de su neurótico deseo. Reconoció después de tanto esfuerzo inútil que la verdad de la mentira con apariencia de verdad no le sería revelada por el Sumo Sacerdote oficiante de sus ritos nocturnos fracasados: la incógnita quedaría vagando en la atmósfera impenetrable en la que él se refugiaba, Poseidón redivivo en los mares inéditos del placer, ferozmente orgulloso de su raíz prehistórica de la que, a un mandato de su voluntad, salían como de una fuente mágica un millar de explosiones alucinógenas.

Andando y desandando su soledad, saboreó con fruición el néctar de su única y posible venganza: ido para siempre, él se condenaría, como Sísifo, a la infinita invención de los códigos de su mentira, mientras ella escribiría en la playa, para que fuera lamido por las olas, el ideograma de aquel sueño.