viernes, diciembre 29, 2006

Crónica 5

Pensó en decírselo. Total, para qué guardarse las palabras, para qué acumular esa sensación de inutilidad, de cansancio que crece sin que sea posible detenerlo, ahogándola, haciéndola preceder todas las sombras de las sombras. Decírselo. Lo pensó muchas veces, tejió como una compleja filigrana las frases exactas, únicas, rotundas, que no dejaran espacio a la duda, a la réplica. Frases que deshicieran todas las anteriores, locas, desaprensivas, sacrílegas, violentadoras del orden precario en que se apoyaba la sucesión de los días.

A la espera del momento las repitió hasta aprendérselas de memoria, hasta gastarlas, obligándose a empezar una y otra vez, frenéticamente, como quien tiene miedo del tiempo que pasa, como si cada segundo fuera un anticipo de la muerte. Puso las palabras frente a ella. Intentó hacerlas ajenas, formarse un juicio ecuánime, más bien aséptico, adivinar sus efectos profundos, su capacidad persuasiva. Dibujar en el futuro la necesidad imperiosa del presente.

Decirlo, pero ¿cómo? Aquel repaso mental cotidiano, aquella irreprimible revista de lo que debía ser dicho, pronunciado, se vaciaba de sentido ante la premonición del momento en que todos los relojes del mundo, en manos de relojeros enloquecidos, marcarían el tiempo extraviado de la catástrofe.

Era necesario domeñar el potro salvaje de su urgencia. Darse tiempo para medir el riesgo de la frase elaborada en el silencio de su noche interminable. Montó y desmontó una y otra infinita vez el mecanismo esencial de lo no traducido. Un sonido como de metal ardiendo repercutió en su silencio, la hizo temer la inabarcable fragmentación de lo buscado. Enfrentada al montón de imaginadas partículas sonoras, de sílabas dispersas, recomenzó con pasión maníaca la persecución de las palabras infalibles.
Reconoció de pronto su relación prostituida con las palabras. Su proclividad al desperdicio de lo concreto. Como a un relámpago de fugacidad incierta, vislumbró la inutilidad de sus permanentes complicaciones mentales.

Y sintió horror de lo inconfesado. Del círculo vicioso que le servía de encierro, cuando su piel sólo podía tocar la frialdad viscosa del miedo. Intuyó que mentía, que siempre había mentido, que había puesto demasiada distancia entre ella y lo dicho, temerosa de involucrarse con el sueño. Elusiva de las certidumbres, sustituyéndolas sin fatiga por inventadas razones, erigió una población de fantasmas, hizo el nudo de la soga que ahorcaba su fantasía. Se reconoció desleal, por primera y rotunda vez, en aquel traje de palabras con que salía a la calle donde acechaban los leones de la vida.

La invadió el letargo, la melancolía del río que se niega a si mismo, y la transparencia de ese instante se cubrió con la sombra sucia del vértigo. Con las manos invisibles de la tristeza, descorrió medrosa los velos de su amordazada desolación. Y se descubrió muda, desprovista de los sonidos que la habían acompañado siempre, que habían sustituido incluso sus haceres, dictado sus gestos e impuesto unas razones.

Inútil tarea la de organizar las palabras que debían ser dichas en el momento preciso, en el espacio irreversible de un tiempo inatrapable, irreductible al cálculo. Pensar en la necesidad perentoria de decírselo era cada vez más semejante a la oquedad sempiterna del silencio autoimpuesto mientras la vida ofrecía algún recodo de esperanza, ahora, cuando la nada cobraba dimensiones tangibles, empinándose más allá de la cima hecha con los materiales de la cordura.
Sintió el dolor profundo de la herida que ya no cicatrizaría nunca. Previó el destino de nuevas voces inventadas para ahogar la pesadez del vacío, el adormecimiento de la que sería su verdad fabricada cada día, su discurrir monocorde. Se preparó para los tiempos venideros con nuevas imposturas que todos aplaudirían, presurosos en huir de las complicaciones ajenas como de las propias.

Caminaría estos nuevos caminos de falsificaciones con el gesto resuelto de quien se acerca a la piedra sacrificial convencido de la trascendencia de la ofrenda. Suprimiría los ademanes acusadores de los sacrílegos. Nadie descubriría que huía sobresaltada de su propio corazón. Que huía de las palabras encadenadas, del peligro de que brotaran, denunciándola, en el torrente devastador de su sentido incomprensible.

Ya no lo diría. Las palabras acariciadas, modeladas con manos que se creyeron alguna vez expertas, se quedarían guardadas para un siempre rotundo. Jamás diría ¡Te amo!, quedándose desnuda.