viernes, diciembre 29, 2006

Crónica 3



Cuando fue abandonada por él sintió una profunda conmoción que la cambió a su vida gran parte de su significado. Así de fuerte era su dependencia del verde irisado de unos ojos que durante casi veinte años la asomaron a la ventana de la ternura y la hicieron conocer las corrientes submarinas del tiempo.

Aferrada a la nostalgia recién entrenada, comenzó un tránsito difícil hacia el olvido que, al decir del poeta, es siempre mucho más largo que el amor. Como impulso original buscó en el aire un olor distinto al que la había invadido cuando se acercaron por primera y peligrosa vez en una ciudad que no era la de ambos, y donde los vientos de otoño traían cantos que hablaban del futuro con la certeza inconmovible del visionario.

Pronto se dio cuenta de que era inútil todo esfuerzo en el sentido elegido, porque el aroma de la piel de él era único y no podía ser reinventado y mucho menos olvidado. Pensó entonces en guardarse el olor en la memoria y disfrutarlo únicamente cuando sintiera la necesidad imperiosa de ponerse a resguardo del dolor o encontrar un testigo para sus obsesivos soliloquios.

En sus noches de insomnio le dio con inventar historias donde flores extravagantes tenían tamaño monumental y borraban con sus pétalos las huellas profundas de la ausencia. La vigilia, sin embargo, la devolvía al vacío. Optó por una ambigua duermevela donde ni la presencia ni la ausencia alcanzaban la estatura de lo cierto, y se entretuvo recreando cosas que por haber ocurrido algunas vez eran irrefutablemente verdaderas, pero que hoy, al sólo tener registro en la memoria, iban perdiendo poco a poco la esencia que les dio origen. Jugaba, por tanto, con lo concreto y lo inconcreto, con lo inclusivo y lo excluyente, todo al mismo atormentado tiempo. Un rumor de olas acompañaba estas indescifrables ensoñaciones. Olas que se tragaban unas a otras en movimientos sucesivos dejando una fina y casi imperceptible estela que a ella le dio con imaginar que era igual a su voz de eco infinito.

Alucinada por este murmullo, recorrió todos los matices y caminos del delirio: montó en peces de escamas albas y aletas de azucenas. Se balanceó febrilmente indolente en bancos de algas rojas y habló el mismo lenguaje de las gaviotas. Agotada por el esfuerzo de su periplo interminable, decidió regresar a la odiosa orilla de la realidad negada sólo para, temerosa, darse de cara con la lluvia. Descubría, o imaginó descubrir, que esta agua distinta a su mar primigenio dibujaba una nueva y entrañable angustia. Impávida, casi impotente, se percató de que los círculos cincelados por la gota al caer en los charcos del paisaje lunar reproducían, como una burla, los contornos precisos de aquel rostro.

De nada le sirvió cerrar los ojos, si es que alguna vez en aquel tiempo de raíces ella intentó hacerlo, para dejar de ver aquella sonrisa ornada con bigote y barba espesa y aquellos dientes mayores separados que él había dejado como herencia de fuego a los descendientes directos de sus primeros sueños.

Decidió, en un gesto inusual de valentía, que cambiaría la visión de la sonrisa por la visión de las manos. El resultado fue cataclísmico. Aquellas manos sabían demasiado de ella misma y pensarlas era como avanzar hacia su propio origen, ir viciosamente de un lugar a otro de sus entrañas, tocar los cimientos de su antigua y casi olvidada fortaleza. La fotografía de esas manos no era, entonces, lo que ella necesitaba para escapar a los fantasmas que noche tras noche la convocaban a diálogos interminables con sus sombras, sobre todo porque cuando este encuentro se producía soplaba un viento frío que la hacía recordar la tibieza de un cuerpo ahora sustituido por un hueco.

Así estuvo hasta que en un día de invasiva iracundia negó su historia de Penélope avistando a su Ulises desde la torre del fracaso. Arrancó todos los hilos de la rueca imparable y encaró el mar profundo de su propio e inútil éxtasis. Determinó en un momento de lucidez que no podía seguir andando a la caza de recuerdos fragmentados como quien caza mariposas amarillas en un día de San Juan en la carretera del Sur, y que lo mejor era verter lágrimas suficientes para lavar todo vestigio de la irreal imagen. Y lloró, lloró mucho, sin importarle para nada las bolsas bajo los ojos, cruelmente reveladoras de tantas intimidades y tiempos inconfesados.

Cuando las lágrimas se le agotaron, confió en su raciocinio como supremo recurso del olvido, sólo para caer en la cuenta de que no entendía nada: ni su ayer ni su hoy, ni la presencia anterior de él ni su ausencia de ahora, ni las razones de su antigua felicidad ni las de su presente desdicha. Muchísimo menos entendía cuál era el beneficio o el perjuicio de pensar con cabeza propia o de sentir con corazón ardiente. Empero, la confusión no la llenó de espanto. Tranquila, se sentó frente a la computadora y escribió esta historia.

1 Comments:

Anonymous Anónimo said...

Esto es sencillamente, arte de la palabra. Musicalidad de las letras. Complicidad con el alma humana. !Cuánta belleza semántica!Cómo me ha conmocionado esta crónica, quizá sea porque es una expresión muy femenina y realista en la vida de muchas mujeres. Excelente trabajo, Margarita. !Adelante!

Rosanna Salazar.

4:26 p. m.  

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